Mayte Rivas
Abordé por más de catorce horas un bus lleno de migrantes guatemaltecos y extranjeros rumbo a Petén, tiempo en donde la situación de desespero nos llevó a entablar conversaciones y a contar la razón de nuestro viaje, la mayoría de ellos iban con “El Negro”, el coyote que los llevaría hasta la frontera de México.
Llegué a la estación de buses ubicada en la 17 calle zona 1 de la Ciudad de Guatemala, eran las cinco de la mañana; un ambiente pordiosero, muchas personas diferentes, algunas hablaban con acento norteño, otras tenían un acento foráneo. Todas, esperando abordar un bus que las llevara a un destino en específico.
Yo me dirigía hacia Santa Elena Petén, a un congreso universitario sobre Periodismo y Medio Ambiente; tomé asiento en una de las bancas de madera vieja que se encontraba en el lugar, a los pocos minutos se sentó junto a mí un hombre salvadoreño que me hizo unas preguntas de horarios y caminos, el lugar me provocaba miedo, así que fui cortante y no entablé una conversación con el sujeto como de costumbre suelo hacerlo, respondí a secas y continué leyendo el libro que llevaba para no aburrirme en el largo viaje de diez horas.
Al estar en el autobús, todos guardábamos silencio, algunos dormían, otros escuchaban música o estaban entretenidos con el celular. A la par mía un hombre con un arma de fuego en la cintura susurraba por teléfono afirmando que estaría llevando a las personas antes de las ocho de la noche.
En el camino, encontramos un accidente que inhabilitó el paso por algún lugar y tuvimos que tomar una ruta diferente. El viaje se alargó de diez a casi quince horas, la desesperación de todos los pasajeros se percibía, el aire acondicionado del autobús pulman no funcionaba, se sentía un inmenso calor y olores desagradables.
Los pasajeros fuimos guiados por la incomodidad a crear un espacio de diálogo entre nosotros, con preguntas como, ¿de dónde viene? o ¿hacia dónde se dirige? empezaron conversaciones profundas con historias afligidas.
En los asientos delanteros al mío, estaba Sandra, junto a su sobrino de ocho años, en el asiento de la par, iba su sobrina de diez junto a la persona que las llevaba, el hombre con arma de fuego que no emitió ninguna palabra.
Sandra me comentó que iba a dejar a sus sobrinos a la frontera con un coyote, su hermana la mamá de los niños está en Estados Unidos desde hace dos años y mandó a traerlos, pero le pidió a Sandra acompañarlos hasta el último rincón de Guatemala. El semblante de los niños era escuálido y su mirada transmitía miedo. La tía me comentó que era un acuerdo confiable y seguro porque otros sus sobrinos de seis y once años habían hecho lo mismo con anterioridad y en veintitrés días ya estaban en Ohio, Estados Unidos.
La razón por la que los niños emigrarán se reduce a los malos tratos que recibían del papá mientras estaba en estado de ebriedad.
Atrás de mí, el muchacho salvadoreño que me hizo preguntas en la estación nos contó que también iba rumbo Estados Unidos para encontrarse con su hermano mayor. Confesó que había estado involucrado con grupos delictivos en el pasado y que acababan de matar a su mamá, siendo ella el único pariente que le quedaba con vida en Ahuachapán, decidió marcharse del lugar.
Otra señora llamada Mariana, comentó que se dirigía a La Libertad Petén, nos contó que su casa es una especie de albergue para los migrantes. Explicó que los traficantes de personas o coyotes la buscan para alquilar un espacio y prestar sus servicios de atención a las personas y poder brindarles un último descanso en Guatemala.
Comentó que a sus aposentos han llegado personas con todo tipo de problemas y razones válidas para escapar de sus países y de situaciones extremas e inhumanas.
En medio de la conversación, el autobús frenó. Miembros de la Policías Nacional Civil de Guatemala se introdujeron al vehículo y empezaron una requisa pidiendo identificaciones y preguntando el destino de todos los pasajeros.
Un silencio de espanto envolvió el ambiente, los únicos ruidos eran los susurros de muchos y la búsqueda nerviosa de documentos en los bolsos o suéteres. El retén tuvo una duración aproximada de media hora, a algunos pasajeros venezolanos que venían en los asientos traseros del autobús, los bajaron para interrogarlos.
Sin ninguna detención el autobús continuó su marcha, faltaba poco para llegar a nuestro destino…
Al llegar a la estación en Santa Elena, se sube un hombre con botas vaqueras, sombrero, un aspecto sucio y una reluciente pistola en la cintura y grita: “todos los que van con el negro a la combi azul, ¡rápido!”, y saludó al muchacho que al inicio afirmo por teléfono que llevaría a las personas antes de las ocho. Todos bajamos, y a un grupo extenso de pasajeros ya los esperaba otro auto bus, los estaban introduciendo con prisa dentro del otro vehículo, cuando ya todos habían abordado arrancaron y se fueron.
Así iniciaron su último viaje dentro de Guatemala, con la nostalgia de irse alejando cada vez más de su tierra, pero con la esperanza de llegar sanos y salvos a su destino: Estados Unidos.
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